Una juventud bajo el fragor revolucionario y prácticas conspirativas, dos rebeliones y dos exilios vivió Vicuña Mackenna antes de integrarse formalmente, con 33 años en el cuerpo, a la actividad política de la República. A partir de entonces, y casi sin interrupciones hasta los últimos meses de su vida –primero como diputado (1864-1870 y 1873-1876) y luego como senador (1876-1885)–, el Congreso Nacional fue la plataforma definitiva desde la cual intentó guiar al país por la senda de sus ideales.
Durante todos estos años de actividad parlamentaria –entre los cuales se desliza, además, una fallida candidatura para ocupar el sillón presidencial–, sus acciones e intervenciones fueron celebradas por el estilo magnífico de su oratoria y por el excepcional bagaje histórico de que siempre dio muestras. En ellas, de marcado sello liberal y nacionalista, se recogieron los idearios socioculturales en avanzada durante la segunda mitad de la centuria.
El amor a la patria que profesaba públicamente, por ejemplo, se materializó en el proyecto por repatriar los restos de O’Higgins (hasta ese momento guardados en Lima) y en las iniciativas que llevó a cabo para retribuir, material y simbólicamente, a quienes sirvieron mortalmente en la guerra del Pacífico.
La contraposición entre los conceptos de barbarie y civilización, propia de los sueños de la modernidad, no dejó de verse reflejada en el actuar oficial de Vicuña Mackenna. Siguiendo la pauta del acontecer nacional, la ocupación de la Araucanía fue uno de los temas en los cuales el diputado se involucró con inusitada tenacidad, defendiendo unos argumentos que lo inclinaron progresivamente a favor de la conquista militar.
Otros focos en los que el historiador se involucró apasionada y sostenidamente fueron las relaciones entre la Iglesia y el Estado y el problema de la libertad de cultos. Al respecto, y como defensor de la libertad, se ensarzó en interminables discusiones con los congresistas más conservadores. De igual modo, convencido del poder que competía al pueblo, actuó decididamente por mermar la influencia del presidente de la República, e hizo de sus discusiones sobre intervencionismo electoral una especie de caballo de batalla a lo largo de todo su ejercicio parlamentario.
En cierto modo, Vicuña Mackenna no solo cambió la forma de hacer política, sino que, con la notable elocuencia y erudición que caracterizaron sus intervenciones en ambas Cámaras, le imprimió un tinte distinto al estilo parlamentario, incorporando notas sentimentales, humor e ironía.
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